«No sé si he podido ser / lo que él soñó que yo fuera.
Lo cierto es que, mire usted, / mi abuelo fue mi primera escuela».
(Liuba María Hevia, Con los hilos de la luna)
Se dice que los abuelos deberían ser eternos. En cierta medida lo son.
Hay cuartos enteros del corazón reservados para alojar a los viejos. Y allí seguirán viviendo mientras vivas tú. No tienen estar contigo para estar. Hay algo de ellos dentro de uno mismo.
Doña Isabel tenía su carácter. Pero siempre me abrazaba al llegar o al despedirme. De Mercedes ni se diga; algún que otro manotazo me gané de ella. Pero cada vez que huelo pan tostado en las mañanas la recuerdo. Como recuerdo a la primera al oler un fogón de barro, o el café recién hecho.
Tuve tantos abuelos que me di el lujo de no conocer a uno, a Ezra el barbadiense. Bebo tenía ese fenómeno llamado calvicie (cosa fascinante para un peque de 4 o 5 años, pero ya a los 37 no lo es tanto). Don Fife tenía un cuarto de dibujo completo, con mesa, pinceles, libros, y no hablemos de su pianito, con esa particular mezcla de estudios de Czerny y música cubana... un Disney en un par de metros cuadrados.
Don Chicho se lleva una mención especial. Ya fuera a caballo o en su bici, su vida estaba en el campo. Un positivista crónico, que solo habla lo necesario y ni siquiera viudo deja de animar a los demás.
De esta lista, solo sobrevive el último. Pero nueve décadas y una metástasis no auguran mucho. Dirá el necio que me quedaré sin abuelos. Nada más lejos de la realidad.
Se dice que los abuelos deberían ser eternos. No deberían, lo son.